EL MITO COMO INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD


Consideraciones sobre la función del lenguaje
de estructura mítica en el Pentateuco

Es necesario tomar conciencia de la presencia y función comunicativa del mito en Gn. 1-11 y en todo el Pentateuco. El mito es un modo especial de interpretar realidades significativas. Lo sucedido no es lo que el mito dice, sino aquello —histórico y real— que el relato recoge y re-significa imaginando un acontecimiento primordial que lo instaura. El mito cumple también la función de ofrecer modelos de la praxis humana. En este artículo se habla del componente querigmático y teológico de algunos mitos del Génesis, y especialmente del ‘mito del Sinaí’, como lectura religiosa de las grandes instituciones de Israel.


1. Entrada

Todas las culturas tienen sus tradiciones fundantes, aquellas que remiten a los momentos “originarios” de la formación de la propia identidad y, al mismo tiempo, a un “sentido” de las prácticas sociales y religiosas. Siempre hay un tiempo de las fundaciones.
Tal es lo que expresa el Pentateuco para la conciencia de Israel, una percepción que a los cristianos se nos ha hecho difusa por el desplazamiento de ese “eje de sentido” a otro no menos significativo como es el Evangelio.
Se puede pensar un Pentateuco antes de los profetas y de los libros históricos, pero no a éstos sin aquél. No nos referimos al proceso de formación literaria sino al de la comprensión de la propia historia e identidad. ¿Por qué es así?
Porque el referente narrativo de lo que se relata en el Pentateuco es el tiempo originario. Ahora bien, los orígenes tienen para el ser humano de siempre un prestigio ontológico de gran impacto. Es el illud tempus de la creación, en el que se constituyen las cosas como son ahora, en el que se dan las normas que regulan una sociedad, en que se ponen las raíces de la identidad cosmovisional de un pueblo. Lo originario es el gran espejo en el que éste se mira para “recrearse” una y otra vez.


2. La función cosmovisional del mito

Pues bien, el mito es el recurso literario y conceptual que mejor capacita para expresar ese nivel-de-sentido. Es importante, por lo tanto, comprender bien qué es el mito y qué función cumple en los relatos del Pentateuco, y en especial en los de Gn. 1-11.
Por empezar, debemos desechar de la mente las asociaciones negativas que suscita el término “mito”. A lo largo de todo este siglo se desarrolló un proceso de recuperación de los valores, conceptuales y sobre todo literarios, del mito como portador de verdad, al lado de otros lenguajes no menos significativos.
Para dar una definición simple y operativa, diremos que el mito es

el relato de un acontecimiento originario, en el que actúan los Dioses.

Los cinco términos destacados son inseparables. Es suficiente una brevísima aclaración.
La presencia de los Dioses como dramatis personae es esencial, ya que “significan” simbólicamente la conexión de lo que instauran con lo trascendente. Por otra parte, el remitir una realidad presente al illud tempus, o sea a la primordialidad, es una manera —propia justamente del mito— de conectar algo con la fuente del ser. Todo nacimiento, en efecto, es una creación; es el paso de la nada al ser. En la experiencia telúrica y humana de lo finito y caduco, los “orígenes” connotan siempre el momento de la plenitud, de lo intacto y no gastado. Por eso su prestigio para el hombre religioso.
Por supuesto que el mito es una construcción imaginaria. Por eso se ha dicho que se opone a la historia. Pero no es así. Lo imaginario está en “lo que narra”, en cuanto relato que es; sin embargo “eso que narra” y que nunca sucedió, es en verdad la interpretación de una realidad dada del presente, que puede ser desde un acontecimiento hasta una ley o una norma de vida.
Por consiguiente, lo “histórico” del mito no está en lo que relata sino en aquello a que el relato se refiere, y cuyo sentido éste quiere manifestar 1.
Una fuente de confusión proviene de que, literariamente, el mito pertenece al género “historia”: se presenta en efecto como la narración de un suceso que, en cuanto relato, “sucede”. También la novela y la leyenda pertenecen al mismo género literario. Lo “histórico” es literario y no fáctico. Sin embargo, lo que “sucede” en el mito, en la novela o en una leyenda, es siempre una forma de hablar de cosas reales. Pero se habla de éstas interpretándolas, y no sólo describiéndolas o analizándolas como hace la historiografía.
Tiene que quedar claro por lo tanto que la diferencia entre historiografía y mito/leyenda/novela —aunque pertenecientes todos al género literario “historia”— está en que aquélla expone (pretendidamente) un hecho como aconteció, mientras éstos interpretan un hecho creando y narrando otro.
El suceso ‘narrado’ es el espejo significativo del suceso real, que no se narra sino que es aludido (como referente extralingüístico).


3. ¿Mito versus historia?

Es falsa entonces la disyuntiva entre “mito o historia”. Tanto el uno como la otra pertenecen a instancias o planos diferentes, a pesar de ser del mismo género literario. El mito, imaginario como es en cuanto construcción literaria, surge de una realidad a la que pretende “conectar” con el mundo divino. La historia, en cuanto historiografía, busca explicar los hechos por sus causas y efectos, y permanece en la instancia de lo fenoménico.
Ahora bien, si un hecho histórico es leído en perspectiva religiosa, necesariamente debe ser “recreado” y re-contado con una gran carga de símbolos. Sólo así puede ser una narración religiosa.
Por lo mismo, leer un relato religioso de un suceso como “acaecido” en la forma como está contado, es no captar ese mismo elemento religioso e implica convertirlo en “falso” (!), por cuanto se presta atención a lo no-sucedido como sucedido y se pierde el sentido que lo no-sucedido (el suceso del relato) está otorgando a un hecho que no es el del mito sino que está fuera de él, y al que está interpretando.
Para dar un ejemplo fácil: el hecho del éxodo no fue lo que está relatado como salida de Egipto, sino que ésta —imposible ya de recuperar historiográficamente— fue experimentada como acontecimiento salvífico (por los hebreos y no por los egipcios) y para expresar esta experiencia el suceso real fue revistiéndose de elementos simbólicos y míticos, como las plagas, el paso del mar, las diversas teofanías (que revelan un proyecto salvífico) o las mismas promesas a los patriarcas recordadas en el escenario del éxodo (Ex. 6,4.8, por ejemplo).
Respecto de estas promesas cabe señalar que si su formulación en el Pentateuco es tardía, aparece mejor su carácter simbólico y como parte de un gran mito patriarcal. Lo “histórico” que el lenguaje de las promesas está intepretando es la realidad de un pueblo en situación de exilio y de diáspora, pero que tiene esperanza en el futuro.
De la misma manera, la transgresión de la primera pareja (Gn. 3) no es un hecho histórico sino mítico. Lo histórico es lo que ese mito está interpretando, una situación-de-pecado de Israel que el relato “lee” a través de tantos símbolos (el árbol del conocimiento, la serpiente, la desnudez 2, etc.). Todo símbolo “dice otra cosa”. Cuando una situación o un suceso son expresados simbólicamente, se habla de ellos en una forma más profunda y se remite a una reserva-de-sentido que es explorada por cada relectura sin que pueda agotarse. Por algo se ha dicho que el símbolo (y por tanto también el mito, que siempre contiene elementos simbólicos) “da qué pensar” 3.


4. Los grandes mitos del Pentateuco

Que quede entonces como adquirido que el mito interpreta lo sucedido y vivido de ahora narrando un suceso primordial. No hay mejor lenguaje que el del mito para resignificar ontológicamente las cosas que afectan en profundidad al ser humano. Por eso no hay mitos de cosas banales, sino sólo de aquellas que de alguna manera son significativas dentro de una parcialidad religiosa dada.
Podemos comprobar estas afirmaciones con otros ejemplos.
Si en la praxis social la ley de la venganza de sangre (que es una práctica consuetudinaria) es vivida como importante (porque es fundamentalmente preventiva del delito y no apenas castigo 4), hay que buscarle un “origen” divino; el lugar oportuno, en nuestro caso, es el mito de Caín. En éste, es Yavé quien la instituye (Gn. 4,15: “quien matare a Caín será vengado dos-veces-siete”) 5.
Del mismo modo, el mito de la torre de Babel (Gn. 11,1-9), que nada tiene que ver con la multiplicación de pueblos y lenguas (ya sucedida según el capítulo 10), narra la fundación y la desaparición de Babilonia, como interpretación de la realidad propia de Israel, sometido por la Babilonia imperial. Mirado el relato desde el Enuma elis, funciona claramente como un contra-mito. En otras palabras, es un mito contrahegemónico 6. También en este caso es importante situarlo como texto exílico/postexílico. No tiene ninguna relevancia (y sería inexplicable su surgimiento) como relato de la época monárquica inicial (como tradición yavista del período salomónico), cuando Babilonia era una ciudad sin ninguna proyección en la vida de Israel.
Podríamos así seguir comentando una lista de mitos del Pentateuco. Hemos dado ejemplos de Gn. 1-11, zona caracterizada precisamente por relatos míticos entrelazados con esquemas genealógicos. Quisiéramos sin embargo dar un paso más, y mostrar que todo el Pentateuco contiene múltiples mitos y que todo él reviste, de alguna manera, el aura de un Gran Mito fundacional. ¿Por qué decimos esto?
Ante todo, porque las realidades más significativas para la vida social de Israel son remitidas a un illud tempus borroso, primordial, cargado de ‘presencia divina’ (teofanías, visiones, sueños, locuciones). La circuncisión, el sábado, las leyes, el culto (desde los planos del santuario hasta las normas sobre todo lo litúrgico y las personas sagradas), hechos fundantes como el éxodo, no son relatados historiográficamente sino en cuanto instaurados por Yavé.
Podemos también hablar del “mito del Sinaí”, por cuanto todas las leyes son remitidas a la teofanía sinaítica y no a un momento histórico reconocible por el historiador profano. Es notable el hecho de que ningún rey israelita —¡ni Josías! 7— haya sido, en la cosmovisión bíblica, legislador al estilo de Hammurapi, Urnammu o Lipit-Istar. Solamente el David “remitificado” del libro de las Crónicas es un instaurador de la liturgia del templo futuro (1Cr. 23-28). Y estamos, por otra parte, en la etapa de la relectura de estas instituciones.
De esta manera, en la teología del cronista el templo tiene una significación que no le da el relato en la parte más verosímil de 1 Reyes 6-7.
Si se observa bien, todas las instituciones de Israel son remitidas a un punto “originario” —cosmogónico/padres/éxodo-desierto— donde Yavé interviene como actor esencial. Es la interpretación la que conecta las realidades actuales con lo trascendente, o sea con Yavé (nivel de la significación), vía lo originario.
Es la manera como se expresa el simbolismo mítico.


5. El mito muestra modelos

Por otra parte, el mito es también generador de modelos divinos de realidades que tienen que ver con la praxis del grupo social. “Los hombres hacen lo que los Dioses hicieron”, es la idea que se expresa en los ‘mitos de origen’ de las instituciones culturales, en especial las religiosas. En los mismos ritos, los hombres hacen lo que hicieron los Dioses. En la Cena/Eucaristía hacemos lo que en su última cena hizo Jesús (actor divino y “originario”).
El hebreo practica la circuncisión al recién nacido “como lo hizo Abrahán”, quien fue instruido por Dios mismo. El relato de Gn. 17 quiere ofrecer un modelo originario (Abrahán) de la práctica de la circuncisión, pero ésta es instaurada por un actor divino, lo que le da su “sentido”.
El sábado, una institución tan cara a la cosmovisión hebrea, es “interpretado” simultáneamente por dos mitos. Como ley es remitido al gran mito del Sinaí, y nada menos que a tres momentos (Ex. 20,8-11 [decálogo]; 31,12-17 [como ‘señal’]; 35,2s [en vista de la construcción del santuario]). En todos estos casos, Yavé ordena la práctica del descanso y hasta reglamenta algunos aspectos.
Pero aunque sea de Dios, la ley viene de afuera, y se obedece. Ahora bien, el ser humano necesita también de “modelos” especiales, divinos o humanos. El modelo sugiere; no es obedecido sino seguido. “Seguir” a Jesús, en la propuesta del evangelio, es mucho más hondo y plenificante que si hubiera que “obedecerle” (¿por eso él no estableció “leyes”, sino que se propuso a sí mismo como ejemplo?). Pues bien, el mito de Gn. 1,1—2,3 tiene, entre otras múltiples facetas, la de crear un modelo divino de la práctica del sábado. Dios lo instaura en su propia manifestación como creador. Es la contraparte, el espejo significativo, del trabajo de los seis días. El sábado de Dios es el sábado paradigmático, fuente de inspiración y “sentido” de todo descanso del trabajo.
Se entiende ahora por qué en el Pentateuco no hay ninguna información “historiográfica” sobre el origen del sábado, dato que queda para la búsqueda del investigador.


6. La interpretación de la historia

Toda lectura mitológica de una realidad vivida, lectura que la comprende como instaurada por los Dioses, es una interpretación de la historia. No obstante, el mito es capaz también de dar un sentido a la historia en su totalidad, entendida como secuencia de acotecimientos.
Es evidente, en este sentido, que el capítulo 5 del Génesis tiene en cuenta la célebre tradición mesopotámica de las ciudades/reyes antediluvianos, contenida en la Lista Real sumeria. Con profundas modificaciones se elabora una tradición “propia” (seres humanos en lugar de reyes; figuras más ‘hebreas’ como Enoc y Noé, etc.), sin embargo se mantiene la significación del diluvio como suceso que divide la historia en un “antes” y un “después”.
El diluvio mismo es tema de un gran mito heredado de Mesopotamia y aceptado en Israel, sea por el prestigio que tenía en el contexto cultural, sea porque “venía bien” para tematizar la nostalgia de renovación y purificación de la tierra, que no podía seguir maldita (Gn. 3,17b-19a) en la perspectiva de las promesas relacionadas con ella. Por eso, pasado el diluvio, vuelve a ser fecunda (8,21 como anuncio, y 9,20s como primera realización).
Lo notable es que el autor del Pentateuco ha sabido además usar creativamente esta misma tradición, en cuanto implica la división de la historia, pero modificando el centro mismo. En la estructura del Pentateuco, en efecto, el período Egipto/Sinaí ocupa el lugar del diluvio. Hay un “antes” (de diez generaciones o toledot) y un “después”, marcado en Nm. 3,1. La historia de Jacob (¡y no la de José!, cf. Gn. 37,2), quien va a Egipto, se orienta a la de sus hijos (= Israel), que en ese país serán oprimidos aunque también liberados y luego, en el Sinaí, instruidos en todas las normas de la vida 8.
Esta relectura de la gran tradición mesopotámica es un logro valioso del redactor del Pentateuco.
Las reflexiones aquí presentadas deben ayudarnos a ubicar los relatos en su verdadera dimensión literaria, querigmática y teológica. Las variaciones de género literario tienen que ver con lo que el texto quiere comunicar. Y el mito tiene su propio modo de “decir” una verdad. De no existir mitos en el Pentateuco, su mensaje estaría sensiblemente disminuido. Lo que se dice en lenguaje mítico, en efecto, no se puede decir de otra manera.


José Severino Croatto

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