miércoles, 26 de enero de 2011

La Bienaventuranza de no Poseer Nada por A. W. Tozer



Bienaventurados los pobres en espíritu, porque
de ellos es el reino de Dios. Mateo 5:3

Antes que Dios creara al hombre, preparó para él un mundo lleno de cosas hermosas para su sustento y de­leite. Todo lo que Dios creó fue para el bienestar del hombre, pero era indispensable que todo estuviera su­bordinado a él. El Génesis las llama simplemente "co­sas." Fueron creadas para su uso y siempre debían ser externas a él. Allá en lo profundo del corazón del hom­bre debía haber un sitio ocupado únicamente por Dios; afuera, podían estar los mil dones conque Dios lo ha­bía bendecido.
Pero el pecado introdujo complicaciones, e hizo que los dones de Dios se convirtieran en instrumentos dañinos para el alma.
Nuestros infortunios comenzaron cuando Dios fue forzado a salir de su santuario, y las "cosas" ocuparon su lugar. Por eso no tenemos paz, porque hemos quitado a Dios del trono de nuestro corazón, y tenaces y agre­sivos usurpadores pelean por el primer lugar.
Esto no es una simple metáfora, sino el análisis de nuestra verdadera condición espiritual. Dentro del co­razón humano hay una raíz de mala naturaleza que le insta a poseer más, y siempre más. Codicia "cosas" con fiera y desenfrenada pasión. Los pronombres pose­sivos "mi" y "mío" parecen inocentes en letra impresa, pero son de un terrible significado en la vida. Ellos ex­presan, mejor que mil volúmenes de teología, lo que es la verdadera naturaleza del hombre. Son los síntomas verbales de la más profunda enfermedad humana. Las cosas materiales han echado raíces tan hondas en nues­tro corazón que no queremos arrancarlas por temor a morir. Las "cosas" han llegado a sernos indispensables, lo que nunca debió haber ocurrido. Los dones de Dios han llegado a ocupar el lugar de Dios y esto ha trastornado todo el orden de la naturaleza. Nuestro Señor Jesucristo se refería a la tiranía de las cosas cuando dije a sus discípulos, "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque cualquiera que quiere salvar su vida, la perderá, y cual' quiera que perdiere su vida por causa de mí, la hallará." (Mateo 16:24, 25)
Dividiendo en fragmentos esta verdad, a fin de entenderla mejor, vemos que hay dentro de nosotros un enemigo cuya presencia toleramos con grave peligro. Jesús lo denominó "vida" o "nuestra vida," o como di­ríamos nosotros, nuestro propio ser, cuya principal característica es el deseo de poseer. Así lo demuestran las palabras "ganancia" y "provecho." Permitir a este enemigo vivir, terminará al final con todo. En cambio repudiarlo, y con él repudiar el mundo de las cosas, da­rá como resultado final la vida eterna con Cristo. Se in­sinúa también cual es la única manera de acabar con este enemigo: por medio de la Cruz. "Tome su cruz cada día, y sígame."
La mejor manera de adquirir mayor conocimiento de Dios es pasando por valles sombríos de tristeza y so­ledad. Los bienaventurados que poseen el reino son aquellos que han repudiado todo lo externo, y han desa­rraigado del corazón todo deseo de poseer cosas. Estos son los verdaderos "pobres en espíritu!' En su vida inte­rior han llegado a ser semejantes a los mendigos que deambulaban por las calles de Jerusalén. Ese es el signi­ficado de la palabra "pobre" en labios de Cristo. Esos bienaventurados pobres han dejado de ser esclavos de la tiranía de las cosas. Han roto el yugo del opresor, ha­llando la liberación, no por medio de luchas, sino por medio de la rendición. No teniendo deseos de poseer na­da, 'llegan a poseerlo todo. "De ellos es el reino de los cielos!'
Permitidme que os exhorte a tomar esto seriamente. No lo toméis como una simple enseñanza bíblica más, para alojarla en un rincón de vuestra mente junto a otra masa inerte de doctrinas. Lo que digo es un indicador del camino hacia los verdes pastos, es una senda labrada en la empinada cuesta de la montaña de Dios. Si que­remos continuar en la sagrada búsqueda, no debemos tomar otro camino fuera de este. Y debemos ascender paso a paso. Si nos negamos a dar un paso, dejamos de subir.
Como ocurre a menudo, este principio neotestamentario de vida espiritual tiene su ilustración en el An­tiguo Testamento. En la historia de Abraham e Isaac tenemos una descripción dramática de lo que es la vida completamente rendida, y al mismo tiempo un comen­tario a la primera bienaventuranza.
Cuando Isaac nació Abraham ya era un hombre bien entrado en años. Tenía edad suficiente para ser el abuelo del que ahora era su hijo. El niño no tardó en convertirse en el ídolo y el deleite de su padre. Desde el primer momento que Abraham lo alzó en sus brazos, se constituyo en el esclavo de amor de su hijo. Dios no tuvo a menos comentar este intenso amor paternal, y esto es fá­cil de comprender. El niño representaba todo aquello que más amaba y reverenciaba el anciano patriarca: las promesas de Dios, los pactos, las esperanzas acariciadas durante años y los sueños mesiánicos tantas veces soñados. A medida que el niño iba creciendo de la infancia a la juventud, el corazón de Abraham se ligaba más y más con él, hasta que esta estrecha relación llegó a hacerse peligrosa. Fue entonces que Dios intervino en las vidas del padre y el hijo para salvar a ambos de las consecuen­cias de un amor demasiado humano.
Dios le dijo a Abraham, "Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré" (Génesis 22:2). El escritor sagrado no nos dice de la agonía de aquel padre, en la noche que pasó junto a las colinas de Beerseba, cuando estuvo a solas con Dios. Pero podemos imaginarla respetuosamente. Es posible que esta agonía no volviera a producirse en ningún otro hombre, hasta aquella noche en el huerto de Getsemaní, cuando Uno, mucho más grande que Abraham, luchó también con Dios. Hubiera sido mucho más prefe­rible que el propio anciano fuera el que tenía que morir. Hubiera sido mucho más soportable, porque ya era muy viejo, y la muerte no hubiera sido penosa para uno que estaba acostumbrado a caminar con Dios. Además Abra­ham se hubiera sentido dichoso de contemplar por últi­ma vez a su hijo, en quien habían de cumplirse las antiguas promesas de Dios.
¡Cómo podría sacrificar al muchacho, aun cuando pudiese apaciguar su corazón y realizar el sacrificio! ¿Y cómo habría de cumplirse la promesa de Dios, "en Isaac te será llamada descendencia"? Esta fue la prueba de fuego para Abraham y él no falló en el momento crucial. Mientras las estrellas todavía brillaban sobre la tienda en que dormía Isaac, y antes que la cenicienta luz del alba comenzara a clarear por el oriente, el viejo santo había hecho su decisión. Ofrecería su hijo en holocausto, tal como Dios le había dicho, plenamente convencido que Dios lo haría resucitar de entre los muertos Esta, dice la carta a los Hebreos, fue la solución que halló aquel ado­lorido corazón en la hora más negra de su vida. Y "muy de mañana" se levantó para cumplirla. Es precioso ver como, aunque Abraham había errado en comprender los métodos de Dios, estaba acertado en la comprensión de las intenciones de su corazón. La solución concuerda con lo que dice el Nuevo Testamento: "El que perdiere su vida por amor de mí, la hallará!'
Dios dejó que el afligido anciano fuese hasta el pun­to en que no había retorno. Luego, impidió que hiciera daño al muchacho. En efecto, le está diciendo al patriar­ca, "Nunca fue mi intención sacrificar al muchacho. Lo que yo quería era quitarlo del templo de tu corazón para poder reinar yo en él, sin que nada, ni nadie, puedan disputarme ese lugar. Quise corregir la dirección de tu amor. Ahora puedes contar con tu hijo sano y bueno. Regresa con él a la tienda; ya sé que temes a Dios, pues no me has rehusado tu hijo, tu único."
Después de esto se abrieron los cielos, y se oyó una voz que dijo: "Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único, bendiciendo te bendeciré, y multiplican­do multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo, y como la arena que está a la orilla del mar; y tu simiente poseerá las puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz!' (Génesis 22:16-18)
El anciano varón de Dios levantó la cabeza para res­ponder a la voz y se detuvo allí sobre el monte, fuerte, puro y grande; un hombre a quien Dios había elegido para un fin especial, el amigo preferido del Altísimo. Abraham era pues un hombre totalmente rendido a Dios, completamente sometido a él, y sin nada que pu­diera llamar suyo. Había puesto todo en su amado hijo, y Dios se lo había quitado. Dios pudo haber comenzado de a poco, trabajando en la periferia de la vida de Abra­ham, pero prefirió ir derechamente al corazón y hacer la separación con un solo tajo. Así economizó tiempo y dolor, y la acción fue efectiva.
He dicho que Abraham no tenía nada que pudiera llamar suyo. Pero, ¿no era rico este hombre? Tenía sier­vos, ovejas, camellos, ganado y bienes de toda clase.
Además tenía a su esposa, y sus amigos, y lo que era mejor aún, tenía a Isaac, su hijo.
Tenía de todo, pero nada era suyo. Este es el secre­to espiritual, la dulce teología del corazón que se apren­de en la escuela del renunciamiento. Los libros de teolo­gía sistemática no hablan de esto, pero los entendidos lo comprenden.
Después de esta amarga, pero bendita experiencia, creo que las palabras "mi" y "mío," adquirieron otro significado para Abraham. El sentido de posesión que ellas conllevan había desaparecido de su corazón. Las cosas se habían ido para siempre. Era algo externo al hombre. Ya no tenían lugar alguno en el corazón de Abraham. El mundo podía decir, "Abraham es rico," pero el anciano por dentro sonreía. No podía explicár­selos a ellos, pero él sabía que nada poseía. Sus tesoros verdaderos eran internos y eternos.
Sin duda ninguna que el hábito de apegarse a las cosas materiales es uno de los más dañinos de la vida. Hábito que por ser tan natural, pasa tantas veces desa­percibido. Pero sus resultados son desastrosos.
Con harta frecuencia negamos dar nuestros bienes al Señor por el temor de perderlos, especialmente cuando dichos tesoros son miembros de nuestra familia, o ami­gos queridos. Pero no tenemos razón para abrigar tales temores. Nuestro Señor no vino para destruir sino para salvar. Todo lo que encomendamos a su cuidado está se­guro. La verdad es que no hay nada que esté realmente seguro si no se lo encomendamos a él.
También debemos entregarle nuestros dones y talen­tos. Debemos reconocer que son simplemente préstamos que Dios nos ha hecho, y no debemos suponer que son propiedad nuestra. No debemos reclamar méritos por] talentos o  habilidades  como  no debemos alabarnos! por el color de nuestro pelo o nuestros ojos. "Porque, ¿quién te distingue? ¿O qué tienes que no hayas recibi­do? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorías, como si no hu­bieras recibido?" (1Corintios 4-7)
El cristiano suficientemente despierto reconocerá esta maligna tendencia de su corazón, y le apenará el hecho de que ella exista. Si su anhelo de conocer más profundamente a Dios es lo bastante fuerte, querrá ha­cer algo para remediar el mal. La pregunta es, ¿qué es lo que puede hacer?
Lo primero de todo es poner aparte todo intento de defensa y no hacer ningún intento de justificarse ante sus propios ojos o los ojos de Dios. Quien quiera que trate de defenderse a sí mismo, no tendrá quién acuda en su defensa, pero si se presenta indefenso delante de Dios, su defensor será el propio Dios. El cristiano deseo­so de mejor vida espiritual debe olvidarse de cualquier treta resbaladiza que imagine su corazón, y presentarse franca y humildemente delante de Dios.
También debe tener presente que este es un asunto santo. Ningún tratamiento superficial o descuidado arre­glará la situación. El que quiera recibir la ayuda y bendi­ción de Dios, debe acercarse a él con la plena y absoluta determinación de que él le oiga. Debe insistir en que Dios acepte todo, y tome todas las cosas que hay en su corazón, y que el Señor mismo venga a ser el rey. Tal vez sea necesario que mencione cada cosa y cada perso­na por nombre. La persona que lo haga así, con franque­za, con sinceridad, sin reservas de ninguna clase, acortará el tiempo de su agonía, reduciéndolo de años a minutos, y entrará a la tierra prometida mucho antes que los que creen que a Dios hay que tratarlo con mucha precaución.
No debemos olvidar que estas verdades espirituales no se aprenden por repetición, como se aprenden las re­glas de la física y otras ciencias. Las verdades divinas se aprenden por experiencia, sintiéndolas antes de poder saber lo que son. Si queremos conocer las bendiciones de Abraham debemos sentir en carne propia sus mismas angustias y agonías. La antigua maldición no desaparece sin producir dolores. El viejo miserable que hay dentro de nosotros no se rinde, ni muere, acatando nuestras ór­denes. Ha de ser arrancado de nuestro corazón como se arranca una mala hierba fuertemente adherida a la tierra. Es necesario extraerlo con dolor y derramamiento de sangre, igual que una muela que se extrae de la mandí­bula. Debe ser expelido fuertemente del alma, de la mis­ma manera que Jesús echó a los mercaderes del templo. Por nuestra parte debemos resistir la tentación de tener lástima de nosotros mismos, uno de los pecados más reprensibles de la naturaleza humana.
Si deseamos conocer a Dios en una creciente intimi­dad, debemos renunciar a todo deseo de propia compla­cencia. Tarde o temprano, Dios nos someterá a esta prueba. Cuando Dios pidió a Abraham que sacrificara a Isaac, el patriarca no sabía que Dios lo estaba probando. Si él hubiera asumido otra actitud diferente de la que asumió, la historia del Antiguo Testamento hubiera sido muy diferente. Dios hubiera hallado otro hombre como el que buscaba, y Abraham se hubiera hundido en el anonimato. De igual modo a cualquiera de nosotros puede llegarnos la prueba en cualquier momento, quizás sin que nos demos cuenta de que es una prueba. En el momento de prueba no habrá más que una sola alter­nativa, y todo nuestro porvenir dependerá de la elec­ción que hagamos.

Padre, ansío conocerte, pero mi cobarde corazón teme dejar a un lado sus juguetes. No puedo deshacerme de ellos sin sangrar interiormente, y no trato de ocultar­te el terror que eso me produce Vengo a tí temblando, pero vengo Te ruego que arranques de mi corazón todo eso que ha sido tantos años parte de mi vida, para que tú puedas entrar y hacer tu morada en mi sin que ningún rival se te oponga. Entonces harás que tu estrado sea glo­rioso, no será necesario que el sol arroje sus rayos de luz dentro de mi corazón, porque tú mismo serás mi luz, y no habrá más noche en mí. Te lo imploro en el nombre de Jesús, amén.

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